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Ciapponi, A. (2020). El escándalo de la cloroquina. Evidencia - actualización En La práctica Ambulatoria, 23(3), e002073. https://doi.org/10.51987/evidencia.v23i3.6862

Resumen

El autor aborda el caso de la cloroquina y la hidroxicloroquina en el contexto de la actual pandemia de COVID-19, a través de dos ejes centrales. Por un lado, el escándalo a nivel editorial y de comunicación de la evidencia, y por otro, el de la toma de decisiones en salud pública. Describe flagrantes debilidades en la cadena de generación, difusión y aplicación del nuevo conocimiento. Adicionalmente, explora iniciativas y propuestas que podrían contribuir a solucionar estos problemas.

Introducción

Tras haber descripto con lujo de detalles, en sendas editoriales, los resonantes casos del oseltamivir (también conocido como “Tamiflugate”)1, cuando el mundo enfrentaba el brote del virus H1N1 (gripe porcina), e incluso el tristemente famoso caso de la paroxetina2, no esperaba enfrentarme nuevamente a un episodio de similares proporciones. Era razonable pensar que luego de que fueran expuestas ante la comunidad científica y el público en general, flagrantes debilidades en la cadena del conocimiento -generación de la evidencia, aprobaciones regulatorias, publicación en revistas con revisión de pares y toma de decisiones de salud pública-, algo hubiera cambiado. Sin embargo, el año 2020 nos encuentra padeciendo una pandemia, de una magnitud final aún desconocida, con las mismas, o ligeramente menores, debilidades en la cadena del conocimiento.

El caso de la cloroquina (en esta editorial me referiré con el mismo nombre también a su derivado, la hidroxicloroquina), que ya ha sido abordado en Evidencia3, tiene múltiples ribetes que lo hacen merecedor del foco de atención, pero los resumiré en dos ejes fundamentales. Por un lado, el escándalo a nivel editorial y de comunicación de la evidencia, y por el otro, quizás aún más preocupante, el de la toma de decisiones en salud pública.

Comunicación de la evidencia

Comenzaremos por revisar la evidencia sobre la cloroquina. Aunque parezca un exceso de puntillosidad, precisaré las fechas de las publicaciones, pues como veremos, en la novela de la cloroquina cada día es importante.

Figure 1.Eventos adversos combinados de cloroquina/hidroxicloroquina vs. control. Fuente: Ongoing Living Update of Potential COVID-19 Therapeutics: summary of rapid systematic reviews. Rapid Review, 23 May 2020

Al menos hasta el 23 de mayo de 2020 no existía evidencia de eficacia de la cloroquina para el tratamiento de la COVID-19, pero sí sobre los efectos adversos que ocasiona, tal como lo muestra la revisión sistemática más completa a la fecha de publicación de este artículo4. Esta revisión, realizada por la Organización Panamericana de la Salud (OPS) -incluyó seis ensayos clínicos aleatorizados (ECA) y 22 estudios observacionales que evaluaban el uso de cloroquina sola o en combinación frente a controles u otros y tratamientos activos - encontró evidencia mayoritariamente de muy baja calidad, que no sugiere ningún beneficio. Además, evidencia de baja calidad proveniente de cuatro ECA sugiere que, en comparación con el grupo control, esta intervención aumenta el riesgo de eventos adversos combinados 2,86 veces (Intervalo de confianza [IC] del 95% 1,51 a 5,45) tal como lo muestra la Figure 1.

Estos hallazgos no fueron sorprendentes. Un informe de respuesta rápida en el que participé5, no había hallado evidencia comparativa directa de cloroquina, mientras que la evidencia aportada por los tres ECA de hidroxicloroquina reportados a la fecha de su publicación (16 de abril de 2020) fue considerada de baja o muy baja confianza, observándose beneficios modestos y riesgos nada despreciables, como arritmias potencialmente mortales.

Podríamos seguir retrocediendo temporalmente en la evidencia acumulativa, pero solo encontraríamos aún más incertidumbre que la actual. Llama poderosamente la atención que, ante este escenario tan incierto, líderes de potencias mundiales -haciendo caso omiso de científicos locales e internacionales- hayan alentado, y sigan alentado, tratamientos inseguros sin la menor evidencia que los respalde. Uno de ellos es Donald Trump, quien además de recomendarlo vigorosamente, afirmó haberse automedicado con esta droga por dos semanas, basado en una curiosa justificación: "Escuché grandes reportes de ello. Francamente tremendos reportes. Mucha gente piensa que salvó sus vidas. Los doctores dieron esos reportes. Hay un estudio en Francia, otro en Italia, increíbles estudios. Creo lo suficiente en eso que lo tomé por dos semanas después de que gente, dos personas que trabajan en la Casa Blanca, dieron positivo. Pensé que sería buena idea tomar el tratamiento". Lejos de revisar su postura afirmó “Acabo de terminarlo y, por cierto, sigo aquí"6. Trump se refiere al “tremendo” estudio francés, de Gautret et al7, un estudio observacional sobre hidroxicloroquina sola o combinada con azitromicina en el cual los controles fueron los pacientes que rechazaron o no recibieron el tratamiento. Este pobre diseño metodológico invalida cualquier conclusión sobre cuestiones de eficacia.

Por otro lado el presidente de Brasil, Jair Bolsonaro, parece no preocuparse por liderar el país con más casos de COVID-19, después de los EE.UU., y superar las 1000 muertas diarias por esta causa. Al primer mandatario le pareció atinado bromear con el tema, aseverando “Los de derecha toman cloroquina, los de izquierda Tubaína” (por una marca de gaseosas)8.

Tales afirmaciones, como mínimo irresponsables, tampoco tuvieron en cuenta las advertencias de la OPS acerca del riesgo, finalmente concretado, de mermar la disponibilidad de estos fármacos para los pacientes con enfermedades reumatológicas o malaria, quienes sí los necesitan.

Uno desearía encontrar refugio en las publicaciones científicas serias. Al menos eso pensé, ingenuamente, cuando me disponía a resumir y comentar críticamente un enorme estudio observacional, publicado el 22 de mayo en la prestigiosa revista The Lancet, que parecía ser la bala de plata final a la cloroquina9. Este estudio, que incluyó 96.032 pacientes hospitalizados por COVID-19 y realizó un fino ajuste estadístico, indicaba que la cloroquina y la hidroxicloroquina se asociaban, independientemente de otros factores, a entre 30 y 50 % más muertes que las del grupo que no la recibió, y sugería una asociación aún más fuerte con arritmias potencialmente letales. El estudio tuvo un impacto tal que impulsó, tres días después, a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a suspender temporalmente los ensayos clínicos que evaluaban hidroxicloroquina y a Francia, a prohibir este tratamiento10.

El accidentado y mediático andar de la cloroquina definitivamente estalló cuando el 5 de junio, The Lancet retiró el estudio, después de que sus autores se retractaran y la revista expresara “dudas sustantivas” y "preocupaciones tanto metodológicas como de integridad de los datos", sobre la base de datos utilizada (ver Figure 2). De hecho, la empresa Chicago Surgisphere Corp., creadora de dicha base de datos, les negó el acceso a los propios autores alegando cláusulas de confidencialidad con los pacientes. Por su parte, otra revista biomédica reconocida, New England Journal of Medicine, también retiró un artículo sobre medicamentos antihipertensivos que utilizaba la misma base de datos11. Si bien The Lancet solicitó, ahora, una auditoría independiente sobre la procedencia y la validez de los datos, el #LancetGate ya se había detonado12.

Aunque la alerta era más que justificada, detener tempranamente un ensayo clínico siempre es cuestionable, tanto por análisis preliminares, pero quizás más aún, por un estudio observacional. Afortunadamente, el mismo día de la retractación, la OMS decidió reanudar los ensayos en marcha13, y el 17 de junio, los volvió a detener, esta vez en base en la evidencia del ensayo Solidarity (incluidos los datos del ensayo French Discovery), el ensayo Recovery del Reino Unido y una revisión Cochrane, ya que no redujo la mortalidad14 .

Figure 2.El controvertido estudio observacional que sugería el aumento de la mortalidad en los pacientes tratados con cloroquina, que luego fue retirado por la propia revista biomédica The Lancet. Fuente: Mhera MR, et al. Lancet. 2020;S0140-6736(20)31180-6.

Para analizar este bochorno científico, voy a retomar sucintamente el caso del oseltamivir1 , por las similitudes de contexto con la situación actual. En abril de 2009, después del brote de Influenza H1N1, se temía la posibilidad de una pandemia de influenza. Por entonces se consideró que los inhibidores de la neuraminidasa, como el oseltamivir o zanamivir, reducirían las complicaciones de la gripe, como la neumonía y las hospitalizaciones, lo que condujo a invertir mundialmente sumas ingentes en la compra de medicación. Sin embargo, la evidencia originalmente presentada por los laboratorios a las agencias gubernamentales de todo el mundo para la aprobación de dichos fármacos había sido incompleta y dudosamente verídica. La batalla de investigadores independientes por sacarlo a la luz fue verdaderamente épica y tras lograrlo, parecían soplar vientos de transparencia. Sin embargo, en mi editorial advertía que la toma buenas decisiones sobre los tratamientos que utilizamos diariamente seguiría comprometida mientras la información de origen de los ensayos clínicos siguiera vedada a los tomadores de decisiones, los profesionales de la salud, los investigadores y los pacientes. La campaña AllTrials15, que aboga: “Todos los ensayos registrados, Todos los resultados reportados”, tuvo y sigue teniendo un rol destacado para que la transparencia de los ensayos esté finalmente en la gran agenda. Esta campaña cuenta con el apoyo de cientos de organismos profesionales médicos, académicos y de grupos de pacientes en todo el mundo, e incluso de algunas compañías farmacéuticas.

Sin embargo, todos los casos reportados dejan al descubierto un endeble sistema de revisión de pares, que es necesario pero insuficiente. Por otro lado, la inmensa mayoría de los ensayos que superan la revisión por pares, jamás son revisados posteriormente. Un debate vigente en el mundo de la investigación plantea el valor de insumir tiempo y dinero en la replicación de estos estudios, terminados largo tiempo atrás como ocurrió con los casos de la paroxetina y del oseltamivir. Considerando que un tercio de los reanálisis conducen a interpretaciones diferentes de las de los artículos originales16, o que un estudio mostró que sólo el 40% estudios de psicología clásica pudo ser replicado17, el debate debiera inclinarse definitivamente en favor de los reanálisis independientes.

Es claro que no se puede confiar acríticamente en las publicaciones revisadas por pares. El caso de la cloroquina lo confirma una vez más. Pero de una mala evidencia científica se sale con más y mejor evidencia. Cada vez más investigadores y organizaciones están pidiendo que los datos sean compartidos con más facilidad, y yo agregaría que esto debiera ser obligatorio. Algunas pocas revistas han tomado la iniciativa de destacar sus publicaciones cuando los autores de un artículo acuerdan compartir sus datos. Pero esto parece insuficiente si no se acompaña de cambios regulatorios, legislativos y culturales.

Las multas, aun siendo millonarias, suelen ser inferiores a la rentabilidad devengada de explotar comercialmente un medicamento fraudulento y parecieran no ser suficientemente disuasorias, por sí solas, como para impedir esta práctica. Es éticamente imperativo reforzar la idea de la enorme utilidad que representa el libre acceso a los datos primarios y la investigación secundaria independiente para reconocer y enmendar los fraudes que eventualmente pudieran ocurrir en las investigaciones, así como establecer duras penalidades que prevengan las conductas inadecuadas de los investigadores.

Un artículo periodístico muy comentado, publicado hace algunos dias e irónicamente titulado “La pandemia reclama nuevas víctimas: las prestigiosas revistas médicas”, plantea si el proceso de revisión por pares está roto18. En la nota, el Dr. Jerome Kassirer, ex editor en jefe del New England Journal of Medicine, afirmó “el problema con la confianza es que es demasiado fácil perderla y demasiado difícil recuperarla" y solicitó a los editores implicados que publicaran explicaciones completas de lo sucedido. El Dr. Eric Rubin, editor en jefe de esa revista, sostuvo que los estudios cuestionados nunca deberían haberse publicado, pero insistió en que el proceso de revisión seguía funcionando, lo cual parece muy difícil de sustentar. Por su parte el Dr. Richard Horton, editor en jefe de The Lancet, calificó el hecho como "un fraude monumental". Si bien el volumen de estudios que estas revistas biomédicas reciben a consideración aumentó hasta tres veces, y aunque exista la genuina intención de contribuir tempranamente al manejo de la pandemia, estos errores deben evitarse.

Por otro lado, el Dr. Ivan Oransky, cofundador de Retraction Watch, quien rastrea investigaciones científicas desacreditadas, agregó: "La revisión por pares falla con más frecuencia de lo que cualquiera admite". Asimismo, el Dr. Peter Jüni, profesor de epidemiología en la Universidad de Toronto, sostuvo: "el sistema académico está saturado, está en su capacidad, se están trabajando al límite de los límites". Lo cierto es que los revisores no examinan los datos crudos de los estudios que revisan, excepto en casos extremadamente raros. Eso sería demasiado laborioso, y a los revisores no se les paga por el tiempo que dedican a realizar su labor. Su profesionalización podría ser una estrategia que permita subsanar el problema, o incluso, como ha manifestado Richard Smith, ex editor en jefe del British Medical Journal, quizás facilitando los canales de participación entre lectores e investigadores independientes se podría alcanzar una mejor revisión.

El otro eje central del problema es el de la toma de decisiones

No dejan de sorprenderme las múltiples decisiones que afectan a millones de personas, tomadas con ínfimos niveles de evidencia, y menos aún que algunos equipos científico-técnicos las avalen. Por ejemplo, el Ministerio de Salud de Brasil permitía el uso de hidroxicloriquina en pacientes en estado crítico avanzado, pero desde el 20 de mayo extendió la indicación de este controvertido medicamento también a pacientes en etapas iniciales de la enfermedad19. Como si eso no hubiera sido suficiente, Estados Unidos envió a Brasil dos millones de dosis de hidroxicloroquina, como tratamiento e incluso como profilaxis de COVID-1920.

Si bien algunas organizaciones como la OMS, el Centro de Control de Infecciones de los EE.UU. (CDC, por sus iniciales en ingles), y el gobierno de Canadá, basándose en la baja calidad de la evidencia no la han recomendado, consensos de expertos de China e Italia (especificamente Lombardía) recomiendan el uso de hidroxicloroquina sola o combinada con azitromicina5. En Argentina, el Ministerio de Salud la recomendó condicionalmente a la aparición de nueva evidencia y en un contexto de ausencia de terapias alternativas, aunque la nueva posición establece que no hay datos clínicos suficientes para expedirse a favor o en contra del uso de cloroquina o hidroxicloroquina21. Por su parte, el 17 de junio la agencia regulatoria de medicamentos y alimentos de los EE.UU. (FDA, por sus iniciales en inglés) revocó su autorización de uso de emergencia para la hidroxicloroquina, fundamentando su decisión en que no existe evidencia de que los beneficios potenciales de esta droga superen a sus riesgos22.

Aunque haya lugar para usos compasivo en situaciones especiales de drogas con evidencia favorable de baja o muy baja certeza, o se aceleren los tiempos para el desarrollo y la aprobación de nuevas terapias o vacunas, hay pisos de seguridad que no deben ser vulnerados nunca si tenemos en cuenta el principio bioetico ineludible de primum non nocere (primero no dañar).

En el pasado consideré desacertadas y apresuradas las decisiones de la OMS ante la amenaza de pandemia por influenza, pero ante la actual pandemia, este organismo parece haber aprendido la lección y considero que sus decisiones han sido mucho más prudentes.

Las decisiones deben analizarse en el contexto y momento específicos. No podría asegurar que mañana la cloroquina demuestre ser la panacea contra el SARS-CoV-2, sin embargo, con la evidencia actualmente disponible y ante la proximidad de los resultados de decenas de ensayos en marcha, las recomendaciones decididamente deberían estar mucho más fundamentadas. Nos esperan infinidad de futuras decisiones frente a la pandemia por COVID-19 de impacto global, con altos costos potenciales y, probablemente, en un contexto de información controvertida.

Deben tenerse en cuenta no sólo la certeza de la evidencia, sino tambien su beneficio neto, su costo-efectividad y su impacto presupuestario. También deben considerarse múltiples factores como la carga de enfermedad, la equidad, los requerimientos organizacionales y los aspectos socioculturales. Es decir, aplicar todo el conocimiento y la inteligencia disponible al servicio de obtener la máxima cantidad de salud posible, incluyendo aspectos relacionados con la transferencia del conocimiento en los equipos sanitarios y las capacidades de comunicación a la población para lograr el mayor beneficio.

Citas

  1. Ciapponi A, Del escándalo del Tamiflu a una revolución de la evidencia científica en salud. Evid Act Práct Ambul. 2014; 17(2):42-45.
  2. Ciapponi A, La cara oculta del estudio 329 y la manipulación de la evidencia científica. Evid Act Pract Ambul. 2016; 19(3):71-75.
  3. Franco JVA, La hidroxicloroquina no reduciría la portación viral del nuevo coronavirus (COVID-19). Comentado de: Chen J, Liu D, Liu L, et al. A pilot study of hydroxychloroquine in treatment of patients with common coronavirus disease-19 (COVID-19). J Zhejiang Univ (Med Sci), 2020, 49(1): 0-0. Evid Actual Pract Ambul. 2020; 23(1):e002051.
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  22. The FDA revokes its emergency use authorization for hydroxychloroquine. Wired. 2020.

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